Hace cuarenta y nueve años que este, mi cuerpo, me permite ir de aquí hacia allá, cumpliendo con eso que he venido a hacer a este mundo. Este cuerpo con alvéolos pulmonares, líquidos amargos, cuerdas para emitir sonidos: la mansa o la agitada respiración, la bronca que se traga, lo que quiere ser dicho por mí. La corriente de sangre recorriendo arterias y venas en una carretera donde nadie puede detenerse. El pelo, los dientes y la saliva. Mi sexo, mi piel, la mirada en los iris, la vergüenza en las mejillas, el rumbo en la planta de los pies, el ombligo recordándome el origen.
Hace cuarenta y nueve años que mis células mueren una y otra vez, para nacer y seguir naciendo con un ritmo imparable. Mi cuerpo ha recibido y recibe los estímulos del afuera: los rayos amenazantes del sol, las caricias del amante, la emulsión corporal para pieles secas, el insistente viento del sur, el abrazo de quienes amo. Mi cuerpo recibe las modificaciones que el rimel hace sobre el aspecto de las pestañas; los nutrientes de las semillas de sésamo y amapola; la estimulación del caminar y los ejercicios aeróbicos; el alimento que le dan a mis neuronas los libros que leo y las reflexiones que escucho.
Los oídos, ávidos de música y silencio. Las manos, dando, apretándose, sosteniendo, deslizándose por este teclado. La boca, húmeda, roja, reseca, dique de la carcajada. Los pies, avanzando y deteniéndose, trazando caminos sobre la Tierra. La espalda, víctima de los pesos de los bolsos y de las preocupaciones, amplia superficie que se entrega al masaje. Los brazos, extendidos hacia los cielos al ritmo de la música, dispuestos a abrazar, dando la bienvenida a quien llega, despidiendo a quien se va. El sexo, canal del placer hecho gemido, del nacimiento hecho crianza, de la sangre hecha molestia.
Mi cuerpo, al borde de los cincuenta, presenta algunas señales del paso del tiempo. Una muestra de que mi andar no ha sido vano. Una bienvenida colección de trofeos de guerra o de paz –según la ocasión en que fueron adquiridos– que parecen decir a quien los mira: “Esta mujer viene haciendo con la vida.”
Hoy, que empecé a pensar los balances previos al medio siglo, enumero mis trofeos.
La menopausia. Me vino, me vino, me vino, hasta que un día dejó de venir. La menstruación, esa visita inoportuna, dejó de acudir a mi vida. Yo junté mis toallitas y tampones y se los regalé sin tristeza a una amiga, para que los disfrute con salud. Ya no me pasaré más la ropa. Ya no tendré que preocuparme por quedar embarazada. Pero no todas son flores cuando la regla se va: reemplazando el dolor de ovarios mensual, aparecen esporádicos e inesperados calores. Es como si un fuego naciera en alguna parte de las entrañas y desde ahí, se expandiera por todo mi interior hasta salir al exterior. Entonces mi piel se pone colorada, abro las ventanas en pleno invierno y quienes se compadecen de mí me regalan abanicos. Para colmo, los que nombran los temas médicos, bautizaron al fenómeno térmico con un nombre sumamente desagradable: tuforadas. Yo, toda una dama, tengo tuforadas. No hay duda de que hay palabras que fueron inventadas por los varones para humillarme.
La vista. Sin anteojos no puedo leer. Me doy cuenta cuando necesito alejar los libros, las revistas, los potes de yogur para leer la fecha de vencimiento, el celular para descifrar los mensajes de texto. Estiro mi brazo hasta que hago foco y, por más que quiero, no veo. Y no es que quiera negar la realidad o cerrar los ojos a aquello que no me gusta. Simplemente, me doy cuenta de que el tiempo pasó también para mis ojos y me trajo de regalo la presbicia.
Las várices. A los treinta empezaron a asomar, tímidamente, las arañitas, esas ramificaciones azules que ensucian mis piernas. Telangiectasias me dijeron que se llamaban. A los cuarenta, fui al flebólogo a someterme a horribles sesiones para esclerosar las telangiectasias que se habían reproducido en la superficie de mi piel. Ahora, lo que se había ido vuelve a salir. Las piernas se me han vuelto algo azuladas. Y como soy docente, ¡¡¡ni hablar!!!
Las coronas. Mi sonrisa, que antes se desplegaba inmaculada con las piezas originales que natura me dio, hoy tiene puentes, coronas, implantes y prótesis varias. A esta altura, ya casi ni me acuerdo con qué pieza dental nací y cuál es la que fui adquiriendo como consecuencia de mi adicción a los dulces, los años de irresponsable juventud con su mal cepillado de dientes y el paso de los años.
Las arrugas. Una mañana la luz entró al espejo con cierto ángulo. Yo me paré vaya a saber dónde, en relación al maldito rayo de sol y se produjo el hecho: la cara que venía viendo reflejada cambió. Minúsculas rayitas alrededor de los ojos, la boca, las mejillas me dicen que no soy más una grácil señorita. Busco, investigo en la fuente más seria de conocimiento de todos los tiempos, es decir, googleo. Pongo “arrugas” en el buscador y entonces me entero de que eso que me pasa se debe a que las células de mi dermis o mi capa de grasa más profunda disminuyeron; que mi epidermis se ha vuelto más áspera y más seca; que mi producción de colágeno se ha alterado y que mis fibras de elastina se fueron deteriorando.
La celulitis. Hace rato que convivo con mi piel de naranja y con los paliativos que me ayudarán a detener el desagradable fenómeno que invade parte de mi cuerpo. Drenajes linfáticos, alimentación sana, presoterapia, radiofrecuencia, mesoterapia, caminatas, centella asiática, son algunas de las palabras que me he acostumbrado a pronunciar en estos últimos años. La celulitis ha venido, hace bastante tiempo, para quedarse. Yo le doy batalla para que no avance, mientras, a esta altura del partido, me voy amigando con su presencia, por los siglos de los siglos.
La memoria. Me empiezo a olvidar de todo. Quizás porque mi disco rígido vino con determinada capacidad o porque, como dicen los estudios, existe la posibilidad de que la falta de estrógenos influya sobre mi memoria. La cosa es que los nombres de la gente, lo que estaba por buscar en la heladera, lo que estaba por decir, desaparecen en un segundo de mi cabeza y me quedo ahí, en blanco, intentando atrapar esa idea que me espía desde abajo de la alfombra de mi memoria, allí donde se esconde lo digno de recordar y lo que es mejor olvidar.
Estrógenos, tuforadas, telangiectasias y drenajes, entre otros hallazgos del vocabulario, pasan a formar parte de mi lenguaje de futura mujer de cincuenta años. Y a pesar de que cuando hablan de mi edad, hablan de disminución, alteración y deterioro, sucede que me siento una diosa. Esa es la gran buena noticia. Mis caderas van de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y no me asusta que el ritmo del vaivén sea también el ritmo del paso del tiempo. Hay casi medio siglo de calma y desesperación vividos por este cuerpo que hoy no se avergüenza de las marcas que el almanaque le inscribió.
Ahí voy, dando a luz nuevos dolores y nuevos sabores. Ahí voy, rumbo a los cincuenta.
Fela Tylbor
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