Creación y Dirección Julia y Lucía Chaktoura

Creación y Dirección Julia Chaktoura y Lucía Chaktoura







1/6/11

La cultura y la crisis de la mitad de la vida


La trayectoria vocacional/profesional/ocupacional de una persona da como resultado un desenvolvimiento productivo, medido en logros individuales, que otorgan plenitud, satisfacción personal y sirven para lanzarse constantemente hacia adelante con nuevos y más intensos planes. Así se trazan los proyectos de vida que nos movilizan hasta el último de nuestros días. Esos proyectos son los que mantienen viva la llama de la ilusión y nos hace permanecer jóvenes de espíritu y creativos, sin importar la edad cronológica que tengamos.

La crisis de la mitad de la vida aparece entre los 40 y los 50 años. Tiene una duración promedio de 5 años desde que se instala hasta que se resuelve; y es necesario ser poseedor de un equilibrio dinámico capaz de adaptarse a los cambios exigidos por el vivir, para poder transitar ese período que demanda energías suplementarias no sólo físicas, sino (y especialmente) psicológicas.


Las personas están sometidas constantemente a empujes desequilibrantes, pero por lo general cuentan con recursos para solventar estas vicisitudes. Si los estímulos son desbordantes o las partes comprometidas son significativas, hablamos de crisis.
La personalidad que se va formando a lo largo de la historia de un individuo se resuelve mediante un equilibrio que se da naturalmente; la producción y la creatividad son una manera de expresarse vitalmente en el mundo, y por lo tanto, también expresan esa historia.

Entre los 20 y los 25 años, se crece, se define la vocación y se realizan los aprendizajes sociales. Antes de llegar a la mitad de la vida se funda una familia, se afirman los aspectos vocacionales y las profesiones se han integrado a una ocupación.
En el momento en que el equilibrio dinámico se supone asentado por completo, aparece la crisis de la mitad de la vida.
Es cuando se registran algunos cambios corporales y descubrimos inquietudes sobre el aspecto personal: algunas pequeñas disfunciones físicas, alguna curiosidad sobre técnicas estéticas cuando nos miramos en el espejo...
En cuanto al mundo de los afectos, la muerte de los padres ya es una realidad o una amenaza razonable. Amigos de antiguo se pierden. Los hijos han tomado las riendas de sus propias vidas o están por hacerlo en breve plazo.
Lentamente van apareciendo en la conciencia ciertos temores que nos resultan novedosos por lo cual engendran angustia.
¿Qué está ocurriendo? El sistema endocrino y las presiones sociales empujan al adulto a pensar en los años transcurridos, en el tiempo perdido que ya es irrepetible, en todo lo que fuimos dejando para mañana y que ese mañana puede no llegar nunca, en las vocaciones postergadas, en las asignaturas pendientes. Es cuando se toma conciencia de la propia muerte.
Habitualmente se atribuye la muerte a un asunto del azar. Suele ser algo que le ocurre a otros. Darse cuenta de lo inexorable es una vivencia dolorosa que se tiende a sofocar.

A partir de los cuarenta años es cuando uno debe aprender a separarse de la vida. Es cuando se afina la puntería y las personas se vuelven más selectivas, eligen “las mejores manzanas” (como diría Alberto Cortés), le restan importancia a muchas cosas que antes les demandaban horas de análisis, reducen su círculo de amistades a los más íntimos y elaboran su balance personal. Es el momento de reconocerse como sujeto histórico: se es la resultante de lo hecho; no hay responsables por las elecciones propias, se han perdido oportunidades irrecuperables y hay proyectos a los que hay que renunciar porque ya no son viables.
Es el tiempo de pensar en las renuncias.

Aún hay capital psíquico suficiente como para hacer este trabajo que afecta la capacidad creativa y productiva de una persona.
Crear requiere la posibilidad de establecer conexiones entre partes o aspectos que antes nunca habían interactuado, es contar con la libertad de pensar y hacer.
Las renuncias que impone la realidad ponen a prueba a la persona en un todo.
Toda pérdida demanda un período de duelo, proceso psíquico de reacomodamiento ante las carencias que se avecinan.
Este trabajo íntimo, que se realiza en absoluta soledad, requiere capacidad y espacio afectivo para poder pensarse a sí mismo como sujeto finito, capaz de separarse y despedirse de muchas cosas de la vida, ya vividas y de las no vividas.
De acuerdo a cómo se transite este período, el resto de la madurez podrá ser una época creativa y vital.


Es el tiempo de pensar en uno mismo. De desempolvar vocaciones. De atreverse.
Estudiar, escribir, pintar, esculpir, componer música, aprender artesanías, atreverse a participar de un taller de teatro, acercarse a la cultura en cualquiera de sus expresiones. Vivir para crear belleza.
Eso es lo que da sensación de permanencia, porque la belleza es eterna. Y la creatividad nos acerca a ella, nos permite mirarla aunque sea de soslayo, nos impulsa a perseguirla aunque no la alcancemos nunca y nos deja la sensación de que valió la pena, de que el segundo tiempo recién comienza y estamos dispuestos a sacarle el máximo provecho.
La vida es una tramposa, “promete más de lo que da”, decía Ortega y Gasset. A menos que lo sepamos con anticipación y le arrebatemos a tiempo los frutos maduros que guarda para los elegidos. Aquéllos que hicieron de sus vidas un asunto hermosamente productivo y dejaron su impronta en este mundo por medio de la creatividad, el talento y el deseo magnífico de trascender la muerte con la propia obra.

Julia Chaktoura

No hay comentarios:

Publicar un comentario